el pinacate

Qué me cuentas y otros cuentos...

viernes, noviembre 24, 2006

Carrusel


Salió corriendo, sin preguntar. Sin decir una sola palabra. Pasó por el viejo parque. Aquel que durante su infancia lo vio crecer entre risas y llantos. Recordó cuando un impulso demasiado fuerte lo hizo caer de ese columpio que ahora yace oxidado por el clima, olvidado por lo niños que en este presente prefieren sentarse horas y horas frente a una caja plástica llamada televisor. Las imágenes del niño que fue pasaban ininterrumpidas en el proyector de su memoria. Una diapositiva tras otra. Observó detenidamente el momento en que la esfera giratoria salió dando tumbos. Escuchó los llantos y gritos plagados de terror de los niños que giraban dentro de ella. Se vio a si mismo en los cálidos brazos de su madre. Llorando de dolor, silenciado por el miedo. Justo como había salido de aquella habitación. Sólo que esta vez el dolor no lo provocaba una fractura en la clavícula izquierda, sino la pérdida. Y el miedo… el miedo era más que eso.

Siguió corriendo. Se detuvo por segunda ocasión, esta vez frente al nuevo cine del barrio de Santa Clara. Leyó la cartelera. En la sala siete, a las nueve de la noche con quince minutos comenzaría una película llamada “Ocaso”. Unos minutos antes de esa hora el debería estar en el interior del cine, en la sala siete, con Karla su novia comiendo palomitas. Ya no… Las lagrimas, que apenas unos minutos atrás habrían dejado de caer por sus mejillas, emergieron nuevamente en forma torrencial. Un automóvil doblaba en la esquina. El lo vio. Era blanco, sin placas, con vidrios polarizados. Las características del vehículo provocaron un temblor incontenible que se apoderó de sus piernas para después invadir todo su cuerpo. Dos sujetos descendieron del auto. Rostros duros, ojos de profundidad impía y los puños cerrados como conteniendo el nervio… ya los conocía. Eran dos de los cinco militares que estaban en aquel cuarto del que huyó despavorido. Después de algunos segundos caminaron tranquilamente hacia el. Seguros de cada paso. Sin quitarle la mirada de encima. Echó a correr. Apretó cada músculo de su cuerpo y corrió, corrió… Lo hizo sin voltear. No quería hacerlo. Estaba seguro que sus movimientos eran todos en cámara lenta. Seguro de que las manos de los esbirros estarían a escasos centímetros de alcanzarlo si volteaba. Segundo a segundo se repetía que era sólo una pesadilla. Cerró los ojos cuando llegó al callejón. Esos quince segundos a través de el se le figuraron una eternidad. Con un esfuerzo sobrehumano logró llegar al otro lado. La avenida central. Tan llena de luz, de autos, de comercios, de gente… Se perdió en la multitud. Tres cuadras adelante se detuvo frente al viejo edificio. Buscó las llaves en sus bolsillos. Las manos aún le temblaban. Entró, subió por las escaleras hasta el tercer piso. Dio unos cuantos pasos por el angosto pasillo. Ingresó al departamento. Todo parecía estar bien. Las computadoras, la consola de la radiodifusora y la pequeña antena clandestina que servía para transmitir en un radio de cinco kilómetros. Tenía que relajarse. Pero cómo! Después de ver…

Sabía que lo matarían, que no saldría de ese departamento vivo. Los tiempos eran difíciles. La represión incontenible. Pensaba en mil y un por que’s. ¿Por qué a ella y no a mi? ¿Por qué de esa forma? ¿Por qué ahora? Una idea le sobrevino de repente: ¡un traidor! Eso debía ser. Pero… ¿quién? El sonido de un claxon lo devolvió al mundo visual. Era su obligación transmitir lo sucedido. El miedo regresó a su cuerpo. Su vista se nublo. No pudo contener el llanto. Su corazón latía con tal fuerza que parecía a punto de estallar. Respiraba con dificultad. Tenía el cuerpo entumido por el esfuerzo. El nudo en su garganta se comprimía de tal forma que le resultaba imposible emitir sonido alguno. Pasó algunos minutos tirado en el piso en posición fetal, llorando en silencio. Dolorosamente se incorporó. Conecto la radio a la red. Preparó la antena. Se encontraba tan ensimismado que no escucho la puerta. “Esta es la última transmisión de la Radio Zin-Nombre” - dijo. Entonces escucho los pasos. Giró la cabeza y el terror lo paralizo justo al instante de sentir el frió metal del revolver en la nuca. El que fuera su verdugo no dijo una sola palabra. Lo miro fijamente a los ojos…

De nuevo el carrusel de imágenes cargado de recuerdos. Vio pasar frente a si marchas, mítines, círculos de estudio, enfrentamientos con la policía, su estancia en la cárcel; su entrada a una radio clandestina llamada Zin-Nombre, la entrevista que le concedió uno de los dirigentes del Comando Anti-Reacción; a su novia besándolo apasionadamente aquel dos de octubre, abrazándolo el día de su cumpleaños, en su departamento el día anterior acordando la cita para ver “Ocaso” en el nuevo cine del barrio de Santa Clara, su cuerpo desnudo… ensangrentado por la tortura, inerte sobre la mesa redonda del comedor… donde tantas veces hicieron el amor.

…La detonación de un revolver fue la última transmisión de la Radio Zin-Nombre.