el pinacate

Qué me cuentas y otros cuentos...

viernes, noviembre 24, 2006

El canal de las vacas.

Por: Julián Mordaza.

A Juan le avisaron bien poco antes de la llegada del citadino a Las Rejas, o más bien, el mensaje telegrafiado le llegó como después de tres meses a cuando ese otro señor lo pagó en los correos de la capital. Total que anduvo apresurado todo el día y hasta la madrugada del siguiente se decidió; una hora antes de que cantara el gallo agarró su sombrerito de paja y tomó el desarmador que ocupaba para encender la carcacha.
Como los faros no le prendían al vejestorio, Juan salió del pueblo manejando despacito como escarabajo adormilado, y con las manos vibrando en el volante se preparó para aguantar las horas de piedras, baches, botes, botes y rebotes que tenía que soportar cada vez que iba a La Estación. Cuando pasó cerca del barranco de Las Cruces, Juan se puso a pensar en que a lo mejor este que iba a venir era de aquellos hombres que había recogido igualito nomás que hace como dos años, venían con un montón de cacharros misteriosos y se rentaron la casita de la viuda del Pánfilo. Todas las cosas que traían las llevaron pa'l monte, allí por donde nace el arroyito del Niño y las pusieron paraditas sobre unos palos de fierro, y otras las clavaron en el piso, y luego hasta nos dimos cuenta que le habían hecho hoyos al monte, pero anduvieron yendo y viniendo más de una semana, bien emocionados, lanzando panegírico a todo aquel que se les atravesara, que si que bonito pueblo es este, o si la gente es una maravilla, o que la vista desde aquí es hermosa, y otros tantos que entre tanto Pánfilo y tanto panegírico a la pobre viuda que le viene dando por morirse. Y en el velorio ya se sabe, pura lágrima, por eso alguien sacó un mezcalito para ponernos menos tristes, y aquellos señores habrán pensado que los balazos eran para ellos porque salieron corriendo como si hubieran visto un fantasma.
Y no supo nadie para qué vinieron, pero habían pagado tan bien que nunca a nadie le importó, y Juan lo olvidó de nuevo y llegó con el sol arriba al pueblucho aquel, se fue directito a los andenes y allí se encontró al señor que ni me tuve que acordar del nombre porque era el único que estaba solito y porque nomás no había nadie acompañado, se metió al carro bien enojado, y con tanto bache ya ni pudimos platicar.
Después de mucho trajín llegamos a Las Rejas, pero como el sol ya se había metido entonces Juan no le mostró sino la casita y el petate que había pedido en el telegrama. El hombre sacó sus cosas del portaequipaje, las puso en un rincón y se acostó. Oiga señor, tenga nomás cuidado con los alacranes, le dije, y vieran la cara que puso, unos ojotes, yo ya nomás cerré la puerta.
Después de aquel día no se supo nada del visitante, porque como no abría ni las ventanas, no se sabía qué andaba haciendo, lo que sí es que se oían golpes y se veían unos brillos que salían por las orillas de la puerta y el techo, pero sólo muy tarde, porque en el día todos andaban trabajando y nadie se fijaba. Pasados unos días, Juan y los demás comenzaron a pensar que el señor estaba medio loco, porque nomás salía a la letrina y se volvía a meter, siempre con la cara bien seria, y quién sabe qué es lo que andaba haciendo porque como en veinte días no habló con nadie, y yo, uno de esos días que le fui a dejar la comida, alcancé a ver unos fierros pequeñitos que tenía en una mesa y otras cositas raras, y cuando le pregunté qué era eso, nomás me dijo que luego me decía y cerró la puerta.
Como al mes de no salir se presentó el señor en mi casa y me dijo que necesitaba un burrito y un chamaco para subir el monte aquel, el que está pasando el río seco, y yo me sorprendí pero le dije que nomás estaba el Pablo, el hijo de Pánfilo y de doña Marita, que a ver si tenía cuidado con ese para que no se le fuera a acompañar a los papás, me dijo que sí, que iban a salir en la mañana y que le mandara al chamaco en la madrugada. Se fueron cargando unos fierros largos, bien amarrados al lomo del borrico y allá en la punta del cerro los pusieron, los dejaron paraditos y en la tarde se regresaron cansadísimos y sucios, pero esas cosas allá las dejaron, como unos clavos enormes en el mero monte, y nosotros, la verdad, no les hallamos ningún uso, ¿apoco eran nomás para hacernos más feo el cerro?, y a Pablo le preguntamos qué eran esas cosas pero dijo que el señor no le había dicho nada y que nomás se la pasó gritando agarra aquí, pégale acá, y pues eso nomás.
Al otro día el señor visitante llamó a Juan en la tardecita y le pidió que reuniera al pueblo, que tenía algo importante que avisarles, y Juan pues se emocionó porque ya sabía que les iba a decir su secreto, y les gritó a todos que se vinieran, y todos se vinieron, retecansados pero bien retechismosos. Y allí mismito, nomás parado en una jaba, el señor este se puso a decir un discurso de esos como los que dicen los jefes en la capital, el caso es que nos habló de que el progreso ya llegó al gran pueblo de Las Rejas y que ahora vamos a formar parte del mundo civilizado, y no sé cuantas veces dijo esto del mundo civilizado que hasta me dieron ganas de saber bien qué era “civilizado”; al final se metió a la casita y sacó un aparatejo de metal bien pesado y lo puso sobre la jaba, nosotros nos quedamos callados y entonces le movió una manijita y de la nada se empezó a oír una canción.
Juan fue el encargado del aparato, el hombre le explicó el uso, la cosa de la señal, por cierto que ahí medio entendimos para qué los clavos en el monte, y los canales, que nomás alcanzábamos a recibir uno por estar tan lejos, según, pero que no había problema porque era el mejor, el suyo propio, o sea el de los amigos del señor este, aunque la mera verdad es que nadie entendió mucho y Juan nomás aprendió a oírlo y a medio prenderlo. De un día a otro la casita de Juan tuvo que albergar a todo el que quisiera escuchar el aparato y las cosas que decía, o disfrutar un buen bailongo que también se prestaba para eso; sobre todo era Juan el que oía más el radito, y cómo le encantaba aquel programa sobre flores, dentro de las distintas variedades de colores de las rosas, los más utilizados son el blanco, el rojo y el rosa, o cosas parecidas.
Y el señor este se fue y ya no supimos bien por qué había venido, porque bueno, sí vino a darnos la radito, pero ¿cuál fue el motivo?, eso ni Juan ni nadie lo supo, y aunque muy seriecitos, nos quedamos bien contentos con el aparato. Cuando Juan lo llevó hasta La Estación, el señor dijo que volvería en unos meses, que hasta entonces esperaba que con la caja de pilas fuera suficiente y antes de irse encargó mucho a Juan que oigan el programa nacional, que lo daban a tales horas y que es muy importante para que la función civilizadora del radio tenga efecto, y entonces Juan y los demás se dedicaron a oír los hermanos pueblos indígenas de la gran República de Progresión han vivido marginados, o luego, se han mandado grupos de jóvenes civilizadores, campañas inmensas para promover la migración indígena a nuestras pródigas ciudades, u otros más, el gobierno de Progresión hace un llamado para que a los extranjeros se les permita acceder a las tierras comunales, se les permita trabajar y explotar los recursos en pos del progreso.
Todos los días que oían la “Hora Nacional”, los habitantes de Las Rejas lamentaban tanto que aquellos visitantes hubieran huido tan nomás porque sí, pero ya no había nada que hacer sino esperar que volvieran, y aunque no veían qué es lo que se pudiera sacar del cerro, si al sacarlo iban a traer el avance hacia el futuro, pues entonces que vinieran y se llevaran el cerro.
La radio funcionó perfectamente por muchos meses, y si llegó aquel día en que Juan la prendió y no se oyó nada fue porque unas vacas, con una pésima actitud, se recargaron en los clavos del cerro. ¡No ven que nos enchuecaron el progreso?, les gritó Juan hasta cansarse cuando se llevó al Pablo al cerro a arreglar el asunto ese para ver si alcanzaban a oír la “Hora Nacional”. Ya en la tarde prendió el radio ante la mirada de todos y para su sorpresa no se escuchó la acostumbrada voz de hombre sino que se oyó en la casita el desesperado llanto de una mujer.
¿Qué había pasado con la programación, ya no iba a haber más canciones, más bailongos, más programas sobre flores, o sobre el inimaginable esfuerzo civilizador del gobierno? Todos callaron, y de pronto una voz fuerte resonó en la caja de metal, María perdió a su familia en una de las explosiones y, como todas las mujeres de su pueblo, ha llorado su muerte, y mientras a todos se les resecaban los ojos de tan abiertos, denunciar el atropello, la injusticia, oigamos lo que tiene que decir, y empezó la otra voz, sin fuerza, con mucho dolor, a contar de esas personas que tiraron los arbolitos, enturbiaron el agua, hicieron a las personas trabajar, y luego, en la explosión casi todos murieron, mi Pedro, mi Pedrito se murió también; al final empezó una canción bien triste y todos empezaron llore y llore y no porque se les hubieran secado los ojos. Y entonces le reclamaron a Juan ¿qué le hiciste al radito Juan?, y él les dijo, moqueando, que no le había hecho nada y que si querían culpar a alguien que le echaran la culpa a las vacas que habían enchuecado la señal y los habían puesto a llorar. Y así se quedaron alegando hasta que la canción se acabó, y entonces todos volvieron a callar y así siguieron todo el rato que duró el nuevo programa. Terminando el “Noticioso Libre” no había un solo habitante de Las Rejas que quisiera disimular su llanto, y ese día ya no trabajaron ni hicieron nada más que quedarse en la casita de Juan, oyendo todas las verdades en forma de llanto que transmitía el nuevo canal.
Aquella mañana, como ya no oían mucho el radio, Juan se levantó temprano para regar las flores de su jardín, y también para pasar algunas a los jardines vecinos que tanto le pedían porque las tuyas son las más bonitas. Ya estaba saliendo el sol cuando fue hasta la mesa por una maceta y al tomarla con las manos quién sabe por qué miró al piso y vio un papel sucio y arrugado, ¡híjole!, se me olvidó todito, y entonces salió corriendo rumbo la placita del pueblo y ahí se puso a dar gritos como loco. Un montón de cabecitas se asomaron por las ventanas de cada casa, y ora tú, ¿qué te traes?, ¡es que se me olvidó que hoy llegaba!, les dijo.
Apenas les dio tiempo de vestirse, y cuando llegó la camioneta al pueblo vieron el serio rostro del señor bajarse. ¿Por qué no me fue a recoger!, le preguntó a Juan mientras caminaba con pasos acelerados hacia donde estaban todos. Perdóneme, es que se me olvidó, pero ya lo llevo de regreso. Sí, preferiría que ya me llevara, aunque tengo que revisar la antena, ha habido muchos problemas de interferencia y mejor me voy hasta mañana… pero bien, dígame, ¿han escuchado el radio? Pues mire, le dije, la verdad es que sí pero decidimos cambiar de canal. ¿Cómo que cambiar de canal! si aquí no hay más canales, respondió sorprendido. ¡ándele, se equivoca!, pregúnteles a las vacas, ellas le cambiaron al canal y, la verdad, nos gusta más que el primero que usted puso, por eso digo que mejor ya lo llevo, porque no hay nada que hacer… aquí ya ni usted ni sus amigos son bien recibidos. Viendo las carabinas apresadas, los machetes empuñados, el señor desesperó: ¡qué les pasa, no desean el progreso? Y Juan, o sea yo, le dije, mire señor, no confunda su progreso con el nuestro, y le digo que ya mejor nos vayamos porque no sea que aquí deje usted otra cosa más valiosa que lo que trae ahí.
El extranjero soltó la bolsa de pilas que llevaba en la mano y con movimientos quebrados empezó a correr para ver si alcanzaba la camioneta que ya iba bajando a lo lejos. Y ya nomás pensé yo que qué raras personas son esas, parece que tienen la costumbre de irse de todos lados corriendo como si hubieran visto un fantasma.