el pinacate

Qué me cuentas y otros cuentos...

sábado, noviembre 25, 2006

Los Cuartos Vacíos

Por: EL VIRUS

Bajábamos las escaleras metálicas a toda prisa, nuestras carcajadas y burlas se alejaban de la adulta conversación que nuestros padres aderezaban con tazas de café en la sala del hermano Celerino. Los domingos por la mañana, después de una somnolienta sesión de iglesia, era visita obligada la casa de aquel religioso bigotón. La única bendición de aquellos días era saber que, después de tomado el último bocado de la seca carne de barbacoa (el platillo oficial de aquellas reuniones), tendríamos toda la tarde para jugar en los cuartos vacíos de la parte trasera de la casa, con los hijos de nuestro anfitrión dominical.
Entonces era la gritadera de niños, el relumbrar de sol y el rechinido de los viejos tubos metálicos de nuestra sagrada escalinata.
Ya abajo (porque los grandes cuartos vacíos estaban en una parte baja, como en un inframundo doméstico) todos comenzábamos a gritar y correr dentro de la gran soledad encerrada en aquellos muros. Las casas vacías siempre son espacios en donde el más mínimo susurro rebota en eternidades de diminutas ondas en el aire; nuestras risas y diálogos infantiles giraban en nuestro derredor como agua que sube en un recipiente que se llena.
Ahora, años después, cuando el hermano bigotes sagrados yace en tierra, y la figura de mis padres me es tan lejana como la de mis amigos de juegos en cuartos vacíos, me pregunto que será de todo eso; ¿acaso los cuartos aún mantienen nuestro universo de risotadas escondido en alguna esquina al abrigo de aterciopeladas telarañas? ¿o será que inmundos muebles han acabado por destruir nuestro espacio alternado de silencio y ruido?
Recuerdo en especial un momento en que me quedé sólo en aquellas habitaciones. Todos por contubernio acordaron abandonarme sin decirme nada, y me encerraron en los cuartos mientras corrían por la metálica escalera huyendo de su fechoría. Y ahí, sólo frente a ese poderoso silencio, sentía como si hubiese caído hacia un mundo tan apartado y distinto a cualquier lugar conocido por mí en ese momento. Cada movimiento que realizaba era como si fuera hecho primigéniamente: daba un paso y era como el primer paso hecho sobre la faz de la tierra, respiraba y era como Adán despertando a la vida, levantaba mi brazo y era como el primer movimiento de la primera danza de la humanidad.
— ¡Juan! —Gritó mi madre desde fuera del útero en donde me encontraba.
Lo más sorprendente fue que antes de abrir mi boca siquiera, de algún lugar de aquellos muros y plafones salió mi voz que dijo:
— ¡Ya voy!
Y mi voz callada en mi boca cedió el paso a la voz de aquel extraño y fascinante lugar.

Justo ahora, años después, cuando el bigote sagrado yace bajo tierra, y las imágenes de mi infancia son tan lejanas que no las distingo con ningún lente de mi memoria, voy pensando en estas cosas. Ahora que me dirijo a la radio, pensando si alguien o álguienes me escuchan en algún lugar, cuando tengo fe en los sintonizadores de los radios chinos y en nuestro transmisor tan viejo como la vieja escalera de la infancia, imagino nuestras ondas hertzianas como las carcajadas infantiles en el cuarto vacío: descansan en algún lugar, no le hace que pequeño pero eterno, en donde alguna elocuente pared se calla un momento, ya no dice mi nombre ni da algún aviso, sólo escucha mi voz en medio de este barrio, esperando el momento idóneo para estallar.