el pinacate

Qué me cuentas y otros cuentos...

sábado, noviembre 25, 2006

A La Vibración Etérea de un Alma Perdida

Por: Tonátiuh


“Yo dormía, pero mi corazón estaba despierto. Oí la voz de mi amado que me llamaba...”
(Cant 5,2)

Hace tiempo que escuchaba su dulce voz a través de la bocina. Tan entretenida estaba escuchándolo que ni siquiera recordaba cuánto tiempo había pasado en la isla, sola. Pasaba un breve momento en la mañana recolectando un coco para comerlo, pero eso en definitiva no era necesario. Sólo bastaba que pudiera escuchar su dulce voz.
Después de muchos días recorriendo la playa, dejando que la delicada arena acariciara mis pies, encontré un extraño artefacto rectangular hecho con la corteza de las palmas que dan cocos. “¡Una radio!”, exclamé, sin pensar en lo absurdo que ese pensamiento era. Aún así me alegraba poder haber encontrado un objeto familiar entre el solemne horror que el interior de la isla, siempre a mi lado, me perturbaba cada día. No tuve inhibiciones para encender el artefacto con piel de coco.
De inmediato me sorprendí, ya que de la bocina salía su dulce voz que hablaba sobre las condiciones atmosféricas de la semana. La información me fue muy útil para refugiarme en una caverna cercana con el maravilloso artificio.
Movía una manivela que sobresalía de la parte frontal, junto a la bocina. Su dulce voz se repetía en una sucesión, que aunque creyéndola finita aún no podía demostrarlo. Ni siquiera noté el absurdo que significaba que las señales de radio alcanzarán tan lejana isla. Lo que me llevaría a enunciar la universalidad de las señales de radio para cualquier punto del Universo.
Mi improvisada casa había servido como salvaguarda de mi preciado artificio. Con su dulce voz que atravesaba la etérea capa de aire que combinada con el humo de mi fogata era el ambiente con el que pasaba aquellos cálidos días, mientras escuchaba a mi voz cantando olvidadas melodías de otros tiempos o noticias relativas a tiempos pasados. La dulce voz que me recitaba poesías por las noches y hablaba de los problemas del tráfico con la misma facilidad que las fórmulas esotéricas y las noticias de espectáculos.
Mis divagaciones de aquella época rondaban el origen de la extraña señal, que probablemente se debía a una perdida radiodifusora local en la inmensidad del mundo. Aún así me resultaba incomprensible cómo es que podía captar todo el cuadrante. Entre la arena comencé a reflexionar acerca de cómo podría llegar la señal. Creí de la existencia de una estación a la mitad de las islas, pudiendo calcular la distancia a la que se encontraba; mas no existía ninguna montaña que me permitiera lograr mi cometido, así que comencé a soñar con regresar a tierra firme, lejos de la isla. Aún tenía miedo de penetrar a ella.
Un día que escuchaba un aburrido reportaje acerca de cómo se cuentan los puntos en el golf, decidí arriesgarme y abrir el artificio prodigioso para que al menos supiera de dónde provenía el sonido.
Al quitarle la corteza de la palma me llevé una sorpresa al ver cómo para cada frecuencia existía una cinta que se reproducía al mover la manija. Atrás de todo el complejo entramado de cintas se encontraba una caja de metal, donde todas las cintas se juntaban. Con el miedo de que mi tesoro dejara de funcionar, cerré la tapa y no pensé en ello por un buen tiempo.
No era una radio, pero en definitiva funcionaba igual que uno. Pasé muchas tardes sin dormir preguntándome la utilidad original del extraño artificio o a que hombre pertenecía esa dulce voz. Probablemente ese artificio no sea más que un pasatiempo de un viejo habitante de la isla que al igual que yo había naufragado en la inmensidad del mundo. Que tal vez había guardado algunas cintas y que con ella intentó rescatar su memoria para no olvidar que era humano. Al fin y al cabo quedaba la posibilidad de que la máquina fuera una radio, y que las cintas que había visto eran únicamente para mantener la memoria de la programación.
De súbito, una idea angustiante y terrible acaparó mi mente: la posibilidad de que la programación terminara, ya fuera por la desesperación del locutor o la pérdida de la señal ya fuera por la lluvia o el sol.. Porque a pesar de que esa dulce voz siempre se escuchaba de la misma manera, la variedad de temas era rica e inmensa, sin descuidar la calidad que crecía cada vez. Así, con esa tristeza de muerte, me hice esclava del artificio; con la esperanza vaga de que la señal no desaparecería. Comía los cocos por simple obligación.
Un programa donde la música del arpa acompañaba la poesía animaba mis días. La luz de la luna acariciaba mi piel mientras la dulce voz me envolvía con el terciopelo de su palabra. Me quedé dormida, despertándome más tarde. La dulce voz hablaba de su experiencia en la isla, de cuánto le gustaban los cocos y de pelear con la voz de su arpa en contra de las olas del mar. Terminó la transmisión, y decidida de saber más dejé en aquella estación la manija para que no la fuera a perder para siempre.
Dormí en el día, y por la noche con delicado rigor escribí en la arena lo más que pude acerca de su pasado. Un marinero, que pasó toda su vida en un único barco, que terminó recluido para siempre en la isla tras su última lucha contra el mar. Tocaba el arpa porque era al único instrumento que encontró en la playa, y su dulce voz me alegraba los días y las noches.
La dulce voz me habló, noche tras noche, de aquello que se ocultaba en su corazón. Hasta que un día comenzó a decir algo acerca de las voces. A sabiendas de transmitir solo, su relato comenzaba a desesperarse cuando varias veces respondieron del otro lado de la cabina. Su intranquilidad lo llevó a gritar, y luego la señal desapareció. Las demás estaciones continuaban como antes.
Si quería saber la verdad, tenía que encontrar a la bella voz del otro lado del cuadrante. Armándome de valor, tomé unos cocos y en la noche oscura penetré dentro de la isla. Tuve miedo, los insectos me picaban la piel, y de pronto había perdido mi sendero. La búsqueda me llevó a la desesperación y al cansancio, hasta que finalmente terminé en el piso de la isla.
Dormí, y entre mis ilusiones aún alcanzaba a escuchar su dulce voz que me acariciaba pidiéndome que siguiera adelante. Armándome de valor, me comí un coco. Lo miré largo tiempo antes de terminarlo, para levantarme con energía. Delante de mí se levantaba una caverna, con un arpa rota en la entrada.
Entré, y la luz de la luna iluminaba su dulce rostro. Era precioso, pero aún tenía miedo:
- ¿Eres real?
- ¿Acaso sabes tú qué es la realidad?
Era mejor que viviera ahí, en la fantasía, no valía la pena regresar al mundo, pero era un precio que tendría que pagar yo también.
- ¿Me harás daño?
Le ofrecí un coco.
- No, sólo he venido por ti.
Lo tomé del brazo y lo levanté. Recliné mi cabeza en su hombro y ambos salimos caminando de la cueva hacia la playa.
- ¿Cómo me encontraste?
- La radio.
- Oh si, la radio...
Solamente me miró a los ojos y me sonrió, mientras que su dulce voz me recitaba poesía. Caminamos toda la noche por la playa, mientras que la arena nos acariciaba los pies cubiertos de un resplandor celeste. Al día siguiente comenzamos a reparar ese extraño artificio que a ninguno de los dos le funcionó como debería. ¿Qué acaso no es un instrumento para no seguir buscando, ya que todo está del otro lado de la cabina? Extraño invento la radio, que acerca a las personas a pesar de la distancia.