el pinacate

Qué me cuentas y otros cuentos...

sábado, noviembre 25, 2006

La otra orilla del cielo

Por: EXUÁN HERPIN GARCILAZO.

Encontré el pequeño objeto en uno de los rincones de la vieja choza envuelto en periódico amarillento, lo habían metido en una caja; —“Antiquísima reliquia, creo que ya ni sirve ¿para eso tanto grito?“, —dijo Sol al verlo y regresó tan campante como había venido a su lugar en la playa para continuar con su tradicional recolección de conchas marinas como si nada hubiese pasado.
Y tal vez era cierto, quizá nada había pasado, a no ser porque aquello representaba para mí uno más de los extraños fenómenos con el que podía establecer otro vínculo con la realidad.
Después de limpiarlo y analizarlo descubrí el interruptor que le daba vida al aparato, un insignificante botón de color negro. Sonó como suele sonar todo artefacto como ese, por horas sólo hubo interferencia pero justo cuando me disponía a arrojarlo al olvido, lugar en el que había permanecido por años, un leve susurro me inspiró cierta emoción al principio y luego temor. Lo cierto es que casi no recordaba la voz del abuelo, no obstante al escuchar atentamente aquella especie de silbido que sobresalía entre el ruido cientos de imágenes inundaron mi cabeza.
La monotonía desquicia, ennegrece, pero las estaciones amontonadas sobre la duela, entre los muebles, bajo las cobijas, cobran sentido tarde o temprano.
Tomándolo entre mis manos me acerqué a la ventana y miré a través de ella, afuera el cielo cocido a la piel del mar por esa cicatriz llamada horizonte en un color que era todo rojo, febo sanguíneo, ola herida; y sobre el agua un punto a penas visible igual a un barco que se pierde.
Cuando cumplí cinco años y comencé a extrañarlo, mamá dijo que un día regresaría el abuelo con las redes desbordadas de peces aún coleando. Una tarde el viejo partió para jamás regresar. Ella dijo que presintió al verle en su barca rumbo a mar abierto su encuentro seguro con la muerte; se veía en sus ojos color perla.
Y cierto es que lo mejor aquí en ese tiempo hubiese sido morir, no más de hambre, de incertidumbre o de cualquier enfermedad, sino de muerte natural, o en todo caso como reveló del abuelo, morir en las fauces del océano sin perder la única posesión provechosa: la memoria, perecer de insolación con la esperanza de llegar a ver la otra orilla del cielo y más aún atravesarla.
Nuevamente escuché la voz del viejo, lo juro: —“Deben venir también, allá no hay ni habrá jamás nada que valga la pena, iremos pronto por ustedes” —y la duda se anidó en mi corazón. ¿Podría ser cierto todo o tan sólo era el diálogo de alguna novela que coincidía con el escenario y sobre todo con la reminiscencia?
Lo apagué y bajé hasta donde Sol se hallaba ensimismada contando caracoles y pegándolos a su oído derecho como si aquello se tratase de un arcaico ritual de invocación a los dioses del agua para conocer sus secretos. —Mira, escucha bien, es el canto del mar, así se oyen las olas cuando tienen sueño, ¿percibes la calma, la paz?, parece como si el tiempo se repitiera una y otra vez en un periodo de silencios y ecos; es como si dios hubiera encerrado todo el océano en este pequeño trozo de muerte, porque creo sin duda que algo estuvo vivo aquí, hace siglos tal vez, pero ya no y sin embargo es como si ese algo todavía viviera de alguna forma, como si su alma siguiera aquí esperando, no se qué pero esperando, respirando el vacío y la larga espera —señaló con esa sorprendente clarividencia que no correspondía a sus trece años de existencia.
¿Si te digo algo relacionado con la posibilidad de que aún esté vivo el abuelo pensarías que estoy loco? —pregunté todavía aletargado por las palabras de Sol. — ¿Qué?, —apuró a decir ella. —Lo acabo de escuchar. Podría jurar que era su voz. No me explico cómo pero lo escuché en esta cosa —referí sacando del bolsillo el cacharro y zarandeándolo en el aire con la diestra. Sol abrió sus ojos cristalinos como lunas llenas y dijo con cierto desagrado: —Te dije que dejaras eso en paz, ¿no te das cuenta?, estás alucinando, ¿cómo vas a oír algo en eso si no sirve y peor aún, cómo escucharías al abuelo si ya está…?
—Claro que sirve, mira… —y se hizo para mi sorpresa el más aciago de los silencios, mis dedos estimularon una y otra vez el interruptor pero nada, ni siquiera la clásica interferencia, ni uno solo de los tantos sonidos que suelen anegar las dos bandas. Estaba muerto igual que el abuelo, ¿o no?
A lo lejos percibimos la llamada taciturna de otro recuerdo. Era la hora exacta, lo sabíamos por la posición del agónico sol; tiempo del café y del pescado casi crudo de todos los días. Hubo ocasiones en que sentimos asco, pero ahora era como si en verdad lo añoráramos, enfilamos nuestras dolidas y quemadas plantas hacia el interior de la choza. Alrededor de la mesa las tres sillas vacías. Encendimos la estufa de leña y ocupamos la percudida olla de peltre con la poca agua que logramos extraer del sediento pozo, preparamos el café y lo servimos en las únicas tazas que quedaban en la veterana alacena, mojamos las galletas en él y una lágrima se escurrió de pronto impactándose con la madera después de recorrerme la mejilla. Creo que Sol no lo notó, o si lo hizo no me lo dejó ver, sólo dijo estar demasiado cansada. Se recogió el cabello y luego de cenar la acompañé hasta la hamaca. Mientras la mecía atinó a preguntar nuevamente por mamá. — ¿Cómo dices que pasó? Yo ya no me acuerdo. —Te lo he dicho miles de veces, se fue al año de que partió el abuelo, justo en su aniversario; el mar se hallaba en calma, no había viento ni marea, ni siquiera los balbuceos de la naturaleza, fue una noche igual a esta, ¿escuchas? —
— ¿Qué?, yo no oigo nada, vas a empezar otra vez. —
—Claro, no se oye nada, justo como aquella noche sin olas, ni animales, ni canciones de arrullo; fue la última vez que nos cantó para dormir y ahí, en medio de nuestro profundo sueño decidió partir. Nunca encontraron su cuerpo; tal vez era el abuelo el que la llamaba, el que la llevó a conocer nuevos puertos, nuevos piélagos, a mí me agrada esa idea, no guardo rencores. A fin de cuentas no soportó su ausencia.
¿Recuerdas las canciones que nos cantaba el abuelo?
Y con la voz entrecortada comencé a tararear un viejo himno que hablaba sobre un pescador cuya infelicidad lo lleva a soltar las amarras de su barca dejándola que se pierda en el horizonte para luego marchar él de regreso a la tierra, emigrando a un país lejano donde no había mar y donde la muerte lo sorprendió años después sin más esperanzas que las de volver algún día a su patria y a la pesca.
Sol se quedó profundamente dormida. Encendí un cigarrillo y me senté a fumar bajo el dintel de la puerta abierta de par en par, el olor de la noche era raro y se confundía con el humo del tabaco.
El olor de la noche y la arena todavía caliente me hicieron dormir, profundamente, justo como aquella noche en que mamá se fue.

Al despertar la mañana estaba nublada, encontré la hamaca vacía, igual que la playa. No había rastros de Sol y en mi bolsillo tampoco logré encontrar el receptor. Caminé hasta la orilla, las olas me mojaron los tobillos y justo ahí me dispuse a esperar, sin saber qué o a quién, al poco rato lo trajo hasta mí la resaca, lo tomé con ambas manos, estaba encendido.
Entre la interferencia escuché su voz: —Tenías razón, siempre la tuviste; de hecho ya lo sabía pero nunca se los quise decir, vi cuando mamá nos dejó, fue el abuelo—.

El viejo radio cayó haciéndose trizas, enmudeciendo para siempre.
Las aguas sobrepasaron rápidamente mi cuello.