el pinacate

Qué me cuentas y otros cuentos...

viernes, noviembre 24, 2006

La audición

Por “Macario”

De nueva cuenta fueron citados los aspirantes a locutor en la pequeña estación de Radio Marx. Los nervios de unos aspirantes se contagiaban, como es costumbre, a los demás, haciendo de aquel lobby en el que se encontraban, un pantano de incertidumbre por el hecho de no saber qué pasaría. Si bien es cierto, en la primera etapa de hace tres días, cuando la cosa fue muy sencilla y rápida, ahora el ambiente se presentaba hermético debido a la ignorancia de todos los que laboraban en la estación hacia los futuros locutores. Tres días atrás, sólo fue cosa de pararse a improvisar durante dos minutos alguna promoción. Improvisar era cosa sencilla: cosa de boletos para algún concierto, regalar playeras, cilindros o cualquier otra cosa que el aspirante tuviera en la mente y fuera capaz de llevar a cabo, sin perder el ánimo de la fabulosa idea. En esa primera etapa se dieron cita veinte personas, de las cuales ahora en el cubículo quedaban sólo diez: una decena de personas solamente, de aquellas quince que había en un principio (cinco salieron luego de no soportar la estadía desde las diez de la mañana hasta las dos de la tarde en que partieron de la estación), en ésta que parecía ser la segunda etapa y última de la selección de algún locutor. Como es lógico, de las diez personas que se hallaban en el lugar de la audición, fueron creándose pequeños grupos de gente. Por un lado, había dos que formaban el grupo de los antipáticos. Eran Gabriel y Anabel, una de esas parejitas de novios que, desde que llegaron, miraron altivamente y un tanto despectivo a los demás, y si bien no tenían tan mal aspecto, si tenían algo de hippie o de eso que hoy en día se conoce como anti-gobierno. La estación, por demás está decirlo, era una estación creada por universitarios de izquierda (“una izquierda bien consolidada”) que buscaban en la música y sobre todo en los radioescuchas, abrir una puerta, la que ellos mismos llamaban “puerta de la duda”, y cerrar otra, que denominaban a su vez “puerta de la ignorancia”. Entonces era inaguantable un par de tipos con aires de grandeza intentando apropiarse del lugar con su habla molesta y superficial, sobre dinero y casas con alberca. El pequeño lobby de la estación contaba con dos sillones: uno de tres personas donde acomodados adecuadamente cabían cuatro; y otro de dos, donde se encontraban Gabriel y Anabel sin dejar lugar para nadie más, y donde bien acomodados cabían tres. Había una pequeña mesa de centro con un gran cenicero lleno de colillas de cigarro por las más de seis horas que llevaban ahí los muchachos esperando. El segundo grupo, conformado por cuatro personas que se hallaban de pie en un principio (demasiado lejano), se sentó al estilo oriental en rededor de la mesa. Estos cuatro que yacían en el suelo, azarosamente se conocían desde la preparatoria, por lo tanto hablaban familiarmente entre sí desde que llegaron. El grupo mataba el tiempo contando cómo les había ido a cada uno y qué estudiaban. Julián, el más chico estaba a un año de graduarse como filósofo en la ya famosa Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. – Sí. La verdad estoy contento, y más contento me pongo cuando tengo la oportunidad de un trabajo como èste – decía Julián al grupo de amigos pero más específicamente a Rubén.
–Bueno, siendo realistas, te va a costar un poco de trabajo. Muchos de los que están aquí estudiaron radio, repuso Rubén a la declaración de Julián. Sin embargo, el rostro de Julián se hallaba inmutable por la respuesta de Rubén y asentía como creyendo que el mejor juez sería el tiempo. Mientras tanto, Andrés y Aníbal sólo los miraban como meros espectadores, hartos del tiempo que pasa y el calor que sofoca. Acompañado esto por un hambre digna de enojo por la tardanza en el casting, Andrés exclamó de un modo calmado pero seco a sus amigos:
– ¡Vámonos ya! Parece que ni les importamos – dijo, y se levantó del suelo.
– Espérate un poquito más, ya han de estar por salir – respondió Aníbal.
– No mames, nada más entran y salen de la cabina y ni nos miran. Mejor que nos digan si venimos otro día, ¿no? – Siguió en un tono más enojado Andrés.
– Ya cálmate, ahorita le preguntamos a ese tal Hernán, ése que recluta gente ¿si?
En eso estaban, cuando apareció Hernán, con su gran sonrisa y su buen humor. Aníbal le dijo:
– Mira Hernán, llevamos ya mucho tiempo esperando aquí y no sabemos si nos van a atender o no. Si quieres mejor regresamos mañana – le dijo de manera muy amable a Hernán, mientras los demás grupos hacían oídos sordos a lo que platicaban.
–No sé. La verdad es que no me han dicho nada aún, pero si se quieren ir, adelante. Yo les recomiendo que se queden un poco más. Estoy en la misma incertidumbre que ustedes – le respondió Hernán y se separó de él un tanto indiferente para volver a meterse en ese cuarto al final del pasillo que parecía su escondite.
–Yo no sé ustedes; yo mejor me voy. Hay más de una docena de trabajos y mejores que esta mamada universitaria que nadie oye – Sentenció lleno de ira Andrés y se fue. Mientras tanto, los cuatro que se hallaban en el sillón de tres, miraban la acción. Uno de ellos, el que no socializó con nadie, se levantó, le preguntó a una señora mal encarada por el baño y fue directamente a estirar las piernas más que a usar el sanitario como lugar de desahogo. Mientras, las tres personas que se quedaron en el sillón, Sonia, Guadalupe y Carlos (el tercer grupo) hablaban en voz muy baja acerca de lo raro que era Cristóbal, el chico que se levantara al baño un instante antes, pues más de una vez intentaron platicar con él para matar el tiempo y él contestaba casi obligado para volver a sumirse de nuevo en su libro. Desde que llegaron, Cristóbal leía uno de esos libros de Julio Cortázar como si hallara en el libro algo más interesante que lo que hay en vida misma, como si la literatura fuera para la vida más que una obligación para matar el tiempo y se pudiera nadar en ese tiempo novelesco como un pez dueño del arrecife de las letras. Volvió Cristóbal, cogió su libro y lo comenzó a leer nuevamente hasta que el tal Hernán salió y les preguntó si querían algo de tomar. Todos aprovecharon para preguntarle el motivo de la demora y, al mismo tiempo, aceptaron el ofrecimiento de Hernán, ya que aquella acción sería distinta a la de mirar las paredes blancas y el cenicero transparente lleno de colillas de cigarro en la mesita de madera.
–Hernán – dijo Gabriel aprovechando la presencia del desaparecido–, dinos si nos vas a atender o no. Porque no sé los demás, pero yo tengo cosas qué hacer más importantes que estar encerrado sin saber nada respecto del trabajo.
–Mira –respondió Hernán bastante calmado–, tienes toda la libertad de irte y hacer esas cosas importantes. Yo sé exactamente lo mismo que tú y todos los demás, ¿me explico? A nadie se le tiene aquí por la fuerza— le dijo finalmente a Gabriel para de nueva cuenta dirigirse a los demás – En un momento les traigo su agua. Con permiso.
– ¡Que sean sólo siete! –gritó con tono petulante Gabriel a Hernán–. ¡Nosotros nos vamos de esta mierda! Tomó de la mano a Anabel, y se dirigía a la salida cuando oyó la respuesta de Hernán:
– Qué bueno que se marchan, así olerá menos feo— Dijo Hernán desde la puerta y luego se perdió. Ahora, además de nervios, se creó un ambiente de tensión entre los que estaban, por la aparente discusión de Gabriel con Hernán. La situación se serenó cuando Sonia habló y les dijo, más que para el grupo, para ella misma, como quien piensa en voz alta:
– La verdad nos deberíamos de ir. Es cierto que es un buen trabajo, pero ¿qué hay de la ignorancia en que nos tienen a todos? No es justo, y mucho menos la inconciencia de que ya son más de las seis y ni siquiera hemos comido.
— Tienes razón – contestó Carlos –. Yo opino lo mismo. Sin embargo considero deberíamos despedirnos de Hernán, porque es el único que se ha portado bien con nosotros. Miren, hasta nos trajo nuestra agüita. Dijo de manera inocente Carlos y los demás rieron porque en realidad Hernán había sido la única persona que se preocupara por ellos durante todo ese tiempo. Lupe se levantó y mostró esas piernas tan bien formadas que a todos en un principio encantaron y que después, con el paso del tiempo, olvidaron por pensar en la famosa audición que no llegaba. Pero ahora, al verlas de nuevo, fue un respiro para todos, hasta para Cristóbal, que dejó su relectura del libro de Cortázar y miró las piernas de Lupe acompañadas por ese contoneo de cadera que se dirigían hasta la puerta donde entraba y salía Hernán constantemente. Lupe tocó la puerta y esperó. Salió Hernán y rápidamente, como quien ultraja alguna acción con la mirada, le miró las piernas a Lupe, la tomó del hombro al mismo tiempo que se dirigía hacía el pequeño lobby junto a ella, y le preguntó:
– ¿Qué pasó pequeña?
– Bueno, pues ya nos vamos y queremos agradecerte la atención que has mostrado hasta ahora con nosotros. Dijo Lupe con ese tono sereno y ese par de piernas que miraban todos y al mismo tiempo nadie, (pues qué sentido tiene esa mirada placentera que roba lo ajeno, lo que deleita, si se descubriera. No importaba ya el tiempo, ni la plática que sostenía con Hernán. Lupe debía tener cerca de veintisiete años muy bien vividos, era amable y discreta, pero se iba de aquel sitio de hastío para el que espera. Se retiraba ella llevada por sus deliciosas piernas a otro lado, a otras miradas: a la calle.)
– ¿De verdad se van? Que lástima ¿Se van todos? – Preguntó Hernán a Lupe.
–No sé. Al menos nosotros tres sí – respondió Lupe al tiempo que señalaba a Sonia y a Carlos, quienes se levantaron con más gusto de irse que por algún agradecimiento en particular pues finalmente, ¿qué tenían que agradecer? Quizá tan sólo el agua. Quedaron sólo Aníbal, Rubén, Julián y el silencioso Cristóbal en el cuarto de espera. Todo parecía oscurecerse. Los nervios se habían convertido en hambre y la tensión se había transformado en indiferencia a lo que parecía no llegar. De pronto, murmuraron algo Julián y Rubén para ponerse luego de pie y dejar toda esa espera sin gratificación.
– Nosotros nos vamos también. ¿Tú te quedas todavía? – preguntó Julián a Cristóbal.
–Sí –respondió Cristóbal–. Me quedo. Al fin y al cabo la estación no la cierran en toda la noche. La verdad es que sólo tengo un sueño en la cabeza: conducir un programa de radio, escuchar y compartir ideas. Si es necesario me quedaré hasta mañana, pues en realidad el sueño puede durar un día más, ¿no creen?
Los tres lo miraron extrañados y se despidieron de Cristóbal el soñador, el sueño hecho hombre, más fuerte que el tiempo y el hambre.
– Ojalá te hagan caso hermano, porque no creo que exista otra persona que se merezca el puesto más que tú. – Dijo Rubén, y sacó una manzana de su morral lanzándosela a Cristóbal. Este último levantó la cabeza, la mordió de inmediato, y le pagó de igual modo el gesto a Rubén dándole el libro de Cortázar que llevaba consigo desde la mañana.
– No, ¿cómo crees? No puedo aceptar tu libro; además parece que te encanta.
– Qué mejor regalo para alguien que algo valioso para el que lo da. Si no, no tendría sentido regalar algo— dijo Cristóbal y continuó comiéndose la manzana del pecado que sin duda en aquellos momentos de escasez le supo a gloria. Todos salieron y Cristóbal se quedó recargado en el sillón de tres, ahora para él solo.
Parece que durmió por un rato. Tal vez fue poco (nunca lo supo). El caso es que Hernán lo despertó diciéndole que lo acompañara. Salieron a la calle; debían ser más de las diez porque había un noticiero que miraba el vigilante a la entrada (o salida, según sea el caso) de la estación. No cruzaron palabra. Llegaron a una fonda y Hernán lo felicitó porque al fin tenía un nuevo locutor. Cristóbal se sorprendió, pero no le dio tiempo de decir ni preguntar nada, ya que Hernán dijo: “Resistencia, compañero, resistencia. Todos y cada uno de ustedes es muy bueno para el trabajo, y yo soy muy sensible para correrlos. Mejor se corren solos, ¿no? Es más, yo estoy tan contento por ti y por tu logro, que me he quedado sin habla. No he conocido persona tan perseverante como tú”. Quedaron en silencio y Cristóbal miraba la noche agradeciendo ese sueño cumplido y seguramente ahora soñando con algo más.