el pinacate

Qué me cuentas y otros cuentos...

sábado, noviembre 25, 2006

La voz de Camilo Rius

Por: Martín Cinzano

La historia que se movió en la sombra acaba en la sombra. JORGE LUIS BORGES

Hubiera podido tratarse de una situación inverosímil y sin importancia, pero lo cierto es que para quienes no conocíamos las calles de Poolmoth, ni habíamos podido presenciar las antiguas disputas ideológicas que allí se sucedían una y otra vez con renovada violencia, la voz de Camilo Rius, acompasada y susurrante durante las transmisiones de Radio Albania, fue la única referencia posible. Hacía tiempo que el Antiguo Gobierno de Theodor Kimer se encontraba desestabilizado por los lacerantes desabastecimientos de comida y por el creciente poder económico del mercado negro, en el cual —todo debe decirse— recayeron hasta sus más dogmáticos partidarios. Poolmoth era un sistema tautológico y de unidades interdependientes, tal vez el último bastión de la Esfera Estructuralista, y es debido a ello que cuando la primera señal de radio escapó a la supervigilancia telecomunicacional del Antiguo Gobierno, el sistema pudo declararse en completa crisis.

Meses más tarde, quienes sintonizamos desde el exterior, el 1.56 de la Frecuencia Hipnótica (FH), nos encontramos de pronto con la insólita noticia de un Golpe de Estado en un territorio que por décadas se creyó dentro de las prioridades policíacas de la Estructura. Pero ahí estaba la voz de Camilo Rius, informando sobre la abdicación consumada y el suicidio final de Kimer, de quien no se tiene hoy más que una fotografía añeja, en la que se lo ve saludando al vacío.
En cualquier caso, aquellos informantes que por décadas alimentaron la esperanza de una habilitación externa, vieron en el Golpe la ocasión propicia para instalar nuevas frecuencias hacia un exterior que no los conocía. El terreno, ahora, estaba pavimentado. Radio Albania era solamente una entre muchas otras frecuencias, pero era la única dedicada exclusivamente a la entrega diaria de información y quizás, también, la única en cuyas transmisiones se podía advertir cierta desconfianza hacia el Nuevo Gobierno de la Postestructura. Desde luego, la estación se veía obligada a mantener una fidelidad propagandística con el oficialismo, de modo que la mayoría de las informaciones, sino todas, eran puestas bajo la lupa escrupulosa de los organismos móviles de la seguridad postestructural. Sin embargo, Camilo Rius se las arregló siempre para mantener la ambigüedad de la enunciación: en su particular timbre de voz, y hasta en sus más insignificantes mensajes, los habitantes de la exterioridad, acostumbrados siempre a los dobleces del sentido, no tardamos en escuchar también otra voz, acaso subterránea, de una locución más bien siniestra, una nomenclatura secreta y signada por la muerte.

En efecto, Poolmoth no había sido liberada. El Nuevo Gobierno había planeado la apertura hacia el exterior como un complejo estratagema publicitario y de retroalimentación continua. El Golpe había servido no sólo para eliminar la ya desgastada figura nostálgica de Kimer y su séquito de idealistas, sino también para dar inicio a una rigurosa estrategia de expansión. Abrir los canales era otra forma de cerrar los accesos, ampliando de ese modo la sistemática autorreferencialidad del Orden. Nada, bajo la premisa de la interdependencia comunicacional, podía escapársele a este nuevo estado —avanzado, tardío— de la Estructura. No podía tan siquiera pensarse en una exterioridad posible.
Entonces Camilo Rius, desde las sombras de Radio Albania, vio cómo los caminos hacia el afuera se habían abierto para luego cerrarse con una fuerza todavía más potente que la de antaño. Y escuchó, un poco sorprendido de su propia voz, cómo sus cuerdas vocales de golpe se transformaban en un solo y denso órgano clandestino, adquiriendo para sí una responsabilidad sin dimensiones precisas: hablar hacia un exterior que solamente intuía, pero del cual estaba seguro llegaría una interpretación salvadora. Decidió entonces, como medida precautoria, adquirir un revólver. Si su voz pasaría a la clandestinidad del sentido, su personalidad actuaría como tal. Además, se contaban episodios feroces acerca de los métodos empleados por el aparato de seguridad de la Sección Interpretativa, ante los cuales nunca estaba demás —pensaba Rius— oponer resistencia o, en última instancia, poseer el destino de fuego en las propias manos del suicidio.
Sin embargo, el sistema intercomunicacional de la postestructura se le quiso adelantar. En opinión de la Sección Interpretativa, Radio Albania había traicionado los supuestos de un pluralismo vacío a través de metáforas e ironías oscuras que al poco tiempo resultaron develadas. Y la voz de Camilo Rius llevaba la delantera en todo eso. Se había sobrepasado. Así que durante el primer aniversario del Nuevo Gobierno, cuando las calles de Poolmoth eran algo así como un cementerio posnuclear habitado por zombis y policías borrachos, estalló una bomba en las instalaciones de Radio Albania. Rius se salvó por un pelo, pero desde ese momento su mensaje polisémico se transformó en una sola y desgarradora consigna literal: huir a cualquier precio.
Es ahí cuando entramos nosotros en toda esta historia sombría. Sospechábamos hace ya un tiempo de que a Rius se le estaba siguiendo la pista. Su autodeclarada clandestinidad y su acompasada voz eran razón suficiente como para estar seguros de que ya establecía contactos con la exterioridad, y eso lo convertía, al fin y al cabo, en una pieza valiosa para la Sección, pero muy peligrosa para nosotros. Sabíamos que el atentado era otra de las maniobras encubiertas para, en el fondo, acelerar su desesperada escapatoria y así establecer vínculos concretos con el afuera: Rius, para ellos, en ningún caso debía morir, pues era el único capaz (aun cuando hoy sospechamos lo contrario) de decodificar el lenguaje que los llevaría finalmente a conquistar el exterior.
Pero nosotros hemos sido más rápidos. Permitimos que Rius llegara hasta el límite de la Postestructura a través de nuestros infiltrados en Poolmoth, que le abrieron los accesos y le dieron el trato que se merecía. No fue difícil idear el simulacro de una operación clandestina; sólo era importante saber cuándo activar los resguardos y operar debidamente, sin idealismos ni metáforas, conduciendo a Rius por canales aún invisibles para la Sección, espacios metafísicos resguardados por capas y capas de material suprasensible. Sabemos que estos materiales no significan nada si no se posee la lucidez de entrever siempre, por cualquier proliferación de significantes, la posibilidad de la guerra, y Rius era una de esas proliferaciones que la Postestructura aguardaba ansiosamente desde el Golpe.
Cuando, todavía desde el otro lado, Camilo Rius atisbó la exterioridad y posó su mirada sobre algunos de los que sabíamos interpretarlo, no pudo disimular una sonrisa centelleante y llena de emoción. Si se mira desde una óptica sentimental, era una escena muy profunda: ahí estaban, en el límite aún, pero cada vez más cerca uno del otro, el emisor de una voz imposible de confundir y los receptores a los que mantuvo siempre alertas mientras seguían fervientemente el 1.56 de la FH. Pero si se enfoca desde la lógica instrumental, Rius en ese momento era únicamente el puente para abolir nuestra existencia. Por eso me eligieron para matarlo: sé muy bien discriminar entre esas dos fuerzas y acabo siempre por privilegiar la segunda. Después de entregarme un panorama completo de la situación ideológica de Poolmoth, y después, por cierto, de darme a conocer todo lo que aquí he relatado, Rius comprendió que no podría atravesar el límite sino al precio de convertirse en un cadáver. El gesto de sacar su revólver fue solamente el último intento digno de una voz que nos había sido muy útil para borrar una de las tantas huellas delatoras y evitar la invasión y la guerra.
Cuando cayó fulminado, se le veía una mueca de desprecio y sorpresa. Todavía su voz alcanzó a pronunciar:
—Era uno de ustedes, era uno de ustedes... (con lo cual, como interpreté después, también decía: mis palabras no tienen amargura, sino decepción). —Y luego se contrajo y cerró los ojos para siempre. Lo rematé por las dudas y, mientras examinaba su revólver, le contesté:
—Sí, pero naciste del lado equivocado.