el pinacate

Qué me cuentas y otros cuentos...

sábado, noviembre 25, 2006

Radio Popote.

Por: Acá Né.

El locutor encenderá su tabaco. Un técnico tras ventana le hace señas. El locutor tapa el micrófono con la mano y pregunta:
-¡¿Qué?!
-No se dice “¡¿Qué?!”, se dice –sonríe y suaviza la voz- “¿Mande?”
-No chinges, pendejo; ya dime.
-El cigarro…
El locutor acerca la llama al cigarro, sin dejar de mirar al técnico, y repite:
-¿Qué, idiota? Cómprate los tuyos.
-…está del revés.
-Cof, cof…ghrrf, cof…
Efectivamente, la lumbre ha encendido el filtro, los pulmones se llenan de no sé qué, el cartel que reza AIRE se ilumina, el locutor saluda a su audiencia:
-Cof… ghrrrf, cof, cof… ah, chingar.
El técnico, algunos dicen que es su amigo, le señala con el índice el cartel. El locutor se sobresalta y le dedica un dedo distinto; vuelve a saludar, esta vez consciente de que lo hace:
-¡Ánimo, enfermos terminales! Ha empezado Cof-Cof, su programa antigripal.
Luego sigue tosiendo a gusto. Un buen rato. Cuando se calma, anuncia:
-¡Qué en paz descansen, amigos! Ha terminado Cof-Cof, su programa antigripal.
El técnico presiona una tecla y la música da a entender que, con fortuna, al volver ya no habrá un tuberculoso frente al micrófono.
-Oye, güey, límpiale, dice el técnico.
-¿Y ahora qué chingados…?
-Tus comos, güey, no son pa’ untar el micro.
El locutor enciende otro cigarro, esta vez se cerciora de que los doscientos dieciséis químicos que se apretujan en el cilindro de papel se encuentren en el extremo correcto. Cómo extraña los Alitas, no tienen filtro... antes los hacían con papel de arroz. Con un dedo recoge el moco chilango contaminado que cuelga del micrófono y lo avienta hacia su compañero. El vidrio que los separa se queda con la mugre, que lentamente desciende en línea recta dejando una estela amarillenta, o grisácea, que mañana será una costra. El técnico saca la lengua, abre los ojos con énfasis psicótico y lame el lado opuesto del vidrio, a la altura de eso que cae: las vicisitudes de chambear en una radio.
Éstas y otras gratas experiencias de vida son sólo posibles gracias a un individuo, de apellido Marconi, que hace bastante tiempo inventó lo que al principio se denominó Telegrafía sin hilos, pero que gente más cuerda llamó Radio.
-No, güey, Tesla inventó la radio.
-La patente la obtuvo Marconi; ergo, él inventó la radio.
-Los gabachos se desdijeron después, güey. Tesla inventó la radio.
-Estás de la verga, pendejo, eso hicieron porque tenían una pinche deuda por derechos con la empresa de Marconi. No seas mamón.
-Güey, si es por eso: a Marconi le dieron la patente, en primer lugar, güey, porque Edison le ponía. Y todos saben que por esa época Edison le ponía a todos los de esa pinche oficina de patentes, güey.
-No mames, acabas de ganar el concurso de la radio por la pendejada más grande, güey, puedes pasar a retirar tu premio de mis pantalones.
-Tu culo, cabrón.
El técnico no responde a esta provocación, sino que se baja los pantalones y coloca el trasero contra el vidrio: lanza un gas que lo empaña. No es invierno, el vidrio no está frío: el pedo está hirviendo. El locutor le avienta el micrófono, cosa que nuevamente se estrella contra el cristal; pero que, por lo menos, sobresalta al técnico, quien da media vuelta, mira los controles, y con la mano cuenta: 4, 3, 2, 1. El locutor se lanza desde su asiento, rueda militarmente por el suelo hasta el micrófono, lo toma y dice:
-Bienvenidos, aman… ¡uh!… ¡oh!… ¡ARGH!
Puf. Golpe seco. Micrófono que cae al piso. Silencio. Luego cambia la voz y habla gravemente:
-Bienvenidos, amantes de la música Réquiem, con gran pesar cumplimos con el deber de informarles que su locutor habitual, Claudio “Morituri te salutant” Báez, acaba de fallecer hace un instante, quién sabe por qué, dando término de esta manera a una prolongada carrera radial presentando los grandes clásicos fúnebres de la historia musical. Por eso, y en su honor, haremos un minuto de silencio, y luego trasmitiremos dos horas seguidas de Nortek: sintámonos en Tijuana. Hasta siempre, Gallo Claudio.
Exactamente dos horas y un minuto después, apenas llega el locutor para jadear:
-Y… y… y ahora… unos anuncios comerciales.
Mientras los jingles alivian a la audiencia moribunda, el locutor y el técnico se ponen al día:
-Oye, ¿adónde fuiste?
-Fui al banco, pagué el gas.
-¿Te vino mucho?
-No, no mucho, acostumbro bañarme con agua fría.
-Verga, tienes un problema.
-¿Y tú?
-¿Y yo? ¿Adónde fui yo?
-Al infierno, supongo.
-No, güey, no me acuerdo.
-Hmm, pacheco. ¿Al Burguer? ¿Al Burguer y no me trajiste nada, cabrón?
-Pinche imperialista, come tacos.
-¿Y a ti, güey, qué te importa lo que como?
-Estás hecho un cerdo, güey, ¿no viste el documental “Super Engórdame”?
-Sí, güey, es una mierda. Viva Sir Ronald Macdonald.
-Pinche payaso de mierda.
-Yo guardo en la cartera una foto de niño en la que me abraza, ¿quieres verla?
-Por mí, güey, que le avienten NAPALM mientras anima una fiesta de cumpleaños.
-¿Y los chavitos que estén de invitados?
-Yo qué sé, güey, sobreviven mutilados.
-Oye, güey, ya acaba la publicidad.
-Repítela.
-Va.
-¿Un gallo?
-Va.
-¿Ponchas?
-No.
Mitos de la creatividad pacheca:
Reefer, un chavo de por ahí, se fuma un porro, escribe o plagia una extensa obra titulada “Del asesinato considerado como una de las bellas artes”, envía el manuscrito a imprenta, llega a su casa y masacra a toda su familia. Esta sinopsis no es enteramente fiel al hit hollywoodense de 1936, “Reefer Madness”, gran impulsora de la prohibición de la hierba en el Norte; sí, en cambio, es un argumento verde. ¿Para qué? Para no decir: fluye la onda, brother, connection. No conozco a nadie que haya dicho eso, en realidad, pero me lo imagino, todo así como falto de esqueleto, ondulándose mientras camina. La cuestión es que, aunque fumes, no fluye nada que no esté previamente empaquetado como fluido.
Netas de la creatividad pacheca:
El locutor y el técnico juegan Piedra, Papel o Tijera. Al locutor se le enredan los dedos, los efectos en su motricidad son patentes, quiere hacer Tijera y su puño sólo es capaz de Piedra o Papel. No muy rápido –los efectos-, el técnico por fin nota este punto flaco en su contrincante. El marcador va ocho-ocho. Para ganar, alguno debe sacar dos puntos de diferencia. Pero de ahí en más, el técnico sólo hará Papel, sabe que el locutor no puede hacer Tijera. Éste, consciente de sus incapacidades, decide no hacer Piedra, pues sabe que su rival sabe y que por ende únicamente hará Papel. Entonces también hace Papel, siendo que Tijera le es imposible y Piedra inconveniente.
Papel contra Papel. Papel contra Papel. Papel contra Papel. Para Dios, que todo lo ve, o que todo love -no puede salvarlos de otra manera-, verlos jugar debe ser sumamente intrigante, un rollo antropológico.
-¿Qué pedo, güey?
-Ya pierde de una vez, cabrón.
Ambos apostaron la identidad: si el técnico gana, y aparentemente tiene mayores posibilidades, cambiará su puesto tras la ventana, será locutor en la siguiente trasmisión. En cambio, si por algún giro de la fortuna ganase el locutor, robará la función de su compañero: fungirá de técnico en el programa que sigue.
-Oye, güey, ¿cuánto va?
-Igual, ocho-ocho.
-Güey, estaba pensando…
-¿Qué, güey? No me distraigas, juega.
-Que si gano, güey, estaré en tu lugar; y si pierdo, güey, como tu estarás en mi lugar, yo tendré que estar en el tuyo.
-Ay, cabrón…
Cambian roles, al fin y al cabo. El locutor, ahora técnico, observa meditabundo los controles de la cabina. El técnico, ahora locutor, fuma cigarros ajenos. Con un texto en la mano espera que acaben los eternos comerciales.
El guión que le toca leer está en un idioma que desconoce, pero escrito con la fonética de quien habla español, aparentemente. Ambos saben, les comentaron algo, que es el rollo antropológico de un chavo medio extraterrestre, sí, una tesis o algo así. La consigna: iniciar la lectura a las seis y cuarto, durante el programa de folklore musical.
A falta de otra cosa mejor, el técnico/locutor lee, se emociona algunas veces, otras grita, en ocasiones solloza. No tiene la menor idea de lo que hace. Por su parte, el locutor/técnico presiona botones, se escuchan efectos especiales de sonido: rayos, explosiones, música de circo. Algo huele a quemado.
A kilómetros de allí, con la risa nerviosa del loco, el tesista anota en su diario de campo las reacciones de los pobladores. Puede parecernos un hijo de puta: antropología de la histeria masiva, investiga qué sucede cuando se siguen los pasos de Orson Welles y se trasmite, sin previo aviso y según el grupo étnico, una dramatización noticiosa de la “Guerra de los Mundos”, de H. G. Wells. No lo juzguemos tan rápido, esperemos resultados; sin embargo, tengamos en cuenta lo sucedido en Ecuador. Anochece un sábado veraniego de 1949, Radio Quito trasmite un especial del par de guitarristas más populares de la nación, pero los interrumpe, ya sabemos con qué. El pánico es previsible, embotellamiento, adúlteros que imploran perdón, mezquinos despilfarradores, sacerdotes y prostitutas, etcétera. Cuando al fin se enteran de la broma, acuden en turba a la estación radial. Le prenden fuego. Veinte muertos.
Volviendo al caso, nuestro técnico sigue leyendo y el locutor que presiona botones. Apacibles. Música de circo. Algo huele a quemado.
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