el pinacate

Qué me cuentas y otros cuentos...

sábado, noviembre 25, 2006

Radio R

Por: Esaias H. Dominga

No puedo creer que sea la tercera vez que movemos todo esto en lo que va del mes; las piezas de equipo supuestamente delicadas están empezando a herrumbrarse de tanto tiempo que llevamos a la intemperie, temo que no vuelvan a funcionar. Maldita calle. Cada bache me hace doler la espalda y las rodillas. Para colmo, la lluvia tupida que hemos de aprovechar, disminuyendo así el riesgo de ser detectados, no deja ver nada a nadie, ni a pie ni en transporte. El torton va a ciegas atinando en cada bache que el camino le pone en frente, que deben ser, por cierto, todos los que el dichoso enlodado tiene por ofrecer. Como no podemos arriesgarnos a que nos cache la patrulla traemos los faros apagados, el stop del freno desconectado y venimos confiados en un hombre que dice ha recorrido demasiadas veces este tramo enorme de tierra sepia y nebulosa, por lo que puede hacerlo sin luces, de noche y sin luna. Yo vengo en la parte de atrás, traigo los binoculares, esos caros que me robé de la tienda del centro cuando empezaron las pesquisas de los barrios bajos y se destrampó el orden en todo el primer cuadro de la ciudad. La tienda vendía artículos de campamento y deportivos; pude sacar dos cuchillos, estos lentes para ver en la oscuridad, una navaja suiza y un par de pantalones de guerrillero. De todas maneras los binoculares no funcionan muy bien, creo que eran los de exposición y muestra. La visión es de un verde pálido doloroso a los ojos y que a veces se apaga u oscurece del todo; como sea, sólo yo se usarlos y por eso vengo apretándome el abrigo en la parte trasera del truck, vigilando que no nos sigan de lejos, empapado como si hubiera decidido bañarme a bocajarro con todo y ropa. Hace rato que dejamos la última calle; el campo es un campo muerto. De repente, una luz me ilumina por la espalda; veo a José alumbrando el mapa que según Oscar no necesitamos pues su primo se sabe bien el trayecto. Nos perdimos. Con una linternita de nada José se rompe la cabeza para reconocer señales que no puede ver y paisajes igualmente prietos. Antes de apagar la linterna se voltea a verme. Sonríe. Contesto la sonrisa aseverando con la cabeza y nos volvemos a despedir en la oscuridad. Ambos estamos campantes a pesar de todo. Creemos con fe que lo que hacemos tiene un sentido en esta época en que nada lo tiene. Somos parte de la pobrísima resistencia que aún se mantiene, pero la parte con conciencia límpida, ya que no hemos matado ni herido de muerte a nadie. Somos los pacifistas que se encargan de llevar la verdad sintonizable a las fronteras del país, donde están los periodistas sin visa de entrada por que no benefician al régimen impuesto por los militares. Mi hermano es militar; está muerto. Le regalé la navaja en su cumpleaños, el día anterior a que lo requirieran; se fue con el regalo en su bolsillo y en el de junto una enorme y franqueada duda de estar haciendo lo correcto. –Al menos yo estoy haciendo lo correcto.- Israel jamás lloró pero lo vi sollozar y tomar toda esa noche antes de irse, tenía el miedo y la vacilación en los abrazos. No sé que haya sido de sus hijos y esposa, la verdad es que me he cuidado de enterarme. A las mujeres las violan y a los niños los matan. Frenamos, tirándome el vaso con café que descansaba entre los pies; parece que llegamos. El camión se detiene y apaga el motor. Inmediatamente me bajo y saco el cuchillo que traigo en la bota. Tan pronto recorro terreno y apaciguo mi paranoia, inicio el lento descargue de cajas y cables que luego conectaré tan metódicamente como me enseñaron a hacerlo, pero sin poder entender que funciones cumplen entre el transmisor, el sintonizador y los demás aparatos. Debo tener todo listo para cuando llegue el segundo camión con las noticias y el generador a base de gasolina. Pero no llega. Estamos aquí hace mas de hora y media y lo que único que podemos desear es que también se hayan perdido. Si los detuvieron, ya debe venir hacia nosotros un operativo para interceptarnos: tortura y muerte. No quiero morir en esta guerra que mató a mi hermano. Varias veces pienso en dejar todo y marchar hacia la frontera -que debe estar cerca- cruzarla y transformarme en un refugiado que lucha en el exterior incitando la opinión pública. Sin darme cuenta, poco a poco, lánguido, me voy alejando, imperceptiblemente del camión y la estación; palpito aceleradamente mientras un calor me lastima el dorso y junto fuerzas para correr hacia lo lejos. Camino. Corro. No llevo más de doscientos metros cuando me cierra la calzada un obstáculo que se acerca de frente; escucho un motor, me turbo y caigo al suelo. En lugar de correr a algún otro lado me empequeñezco sobre la tierra; tiemblo, aprieto los dientes y pienso en mis compañeros y en que acabo de revelar nuestra posición. He traicionado a Jorge, a Oscar y a su primo, y a la rebelión que depende de nosotros. Siento que mis párpados se encienden cuando el vehículo prende las luces sobre mí. Me apretujo más en mi mismo, sudo, y siento unas botas levantar polvo percudiéndome el rostro. Pero la voz gentil de Alfredo con su educación privada y botas norteñas me desmiente de mis pesadillas despiertas. Una vez que abro los ojos, que veo su rostro delicado y me tranquilizo, deciden apagar nuevamente las luces del camión. No se perdieron, pero tuvieron que rodear todo el cerro para llegar con nosotros desde otro flanco; había informes de presencia de patrullas por su ruta. Me subo a la parte de atrás y desenrollo el cable del generador mientras entibio los potes de gasolina. Apenas parquea, salto del transporte arrastrando el cable del eléctrico y busco un sitio seco para dejarlo. Como todo está húmedo me quito las ropas; con la playera seca que traía pegada al cuerpo, hago un nicho donde pongo los enchufes, los envuelvo para que no se mojen; por último, les tiro encima el chaleco de piel. Reviso que la lona del camión del generador esté tensa, no se vaya a volar con los ventarrones, y ya con los potes tibios, arranco el master; lo fijo al máximo mientras le vierto algunos litros, chequeando que las bandas giren, que no estén rotas; exploro el medidor del acumulador contando su voltaje y miro como se aviva el tablero lleno de foquitos y medidores. Voy por un foco de 60 Watts para la lámpara de Alfredo, siempre se le funde cuando tenemos que mudarla, despliego la mesa y silla donde leerá sus informes nuestro periodista por no sabemos cuánto tiempo y arrastro una segunda silla a la distancia indicada para escucharle sin distraerle. Dejo que esta silla, al borde de la mesa, cruja con mi peso y respiro hondo al tenor de un trabajo bien hecho. Busco en el suelo el termo de café que boté aquí cerca, aunque para ello tenga que estremecerme un poco por el frío. Antes de reclinarme sobre el respaldo y provocarle su último quejido a la madera, dirijo la mirada al montículo de mi chaleco y playera engurruñados; apeno un poco el gélido en mis dedos y entrañas y, tras más de ocho horas de haber partido de la ciudad, descanso.
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De la ciudad sólo queda un resplandor anaranjado que nos despide en el horizonte. Pareciese que puede adivinar los riesgos de nuestro cometido y el por qué hemos de abandonarla durante la noche, cobijados en su oscuridad y su odinariedad, silenciosos ante el inefable hecho de ser descubiertos por aquéllos que la transformaron de un polis maravillante a un calcáreo amontonamiento gris, bastado de tropas vulgares que resguardan un poder ilegítimo. Voy revisando mis anotaciones; proyectando la lectura y los comentarios que nutren el noticiero insurrecto no necesariamente mío. Quisiera creer que al contemplar la posibilidad de acobardarme, de recular por donde vine y no exponer esta integridad mía tan lábil, no contemplara siempre una solución insostenible. Este informe nimiamente mío no es el desenlace inequívoco de un patriotismo reverberante; es el accidente que me distingue, convirtiéndome en alguien durante los conflictos; soy el resultado de mi educación, el trabajo y los amigos indicados en este tiempo sin nombre. Preferiría, mientras me dirijo al punto donde se transmitirá mi voz como icono de la verdad rebelde y de la resistencia, recordar los tiempos donde la radio me significaba horas de absorto estudio: hallando, rescatando, valorando y divulgando todos esos sonidos excelsos en una magnificencia clásica; y perdidos entre incontables laberintos de vinil negro. El frío ha empezado a calarme el tuétano mismo de los huesos; que en vislumbraciones alucinatorias desquiciantes alcanzo a discernir conglomerados con muchos otros; todos provenientes de los cadáveres de los rebeldes vencidos. Tengo que procurar dormir un poco. Debo llegar suficientemente fresco para mantener un tono firme y contínuo que permita entender las noticias del otro lado del receptor, y transmitir, junto con ellas, este sentimiento de angustia que nos acanalla la piel y que esperemos se apodere de la opinión pública. Además, ninguna de mis destrezas es útil en tanto el trayecto. Despierto sobresaltado, como siempre. Santiago dice que dormí por varias horas y falta poco para llegar, pero no reconozco esta parte del cerro; se que no se suponía que viniéramos por la ruta oeste, pero callo. De nuestras anteriores excursiones he aprendido que Santiago y su cuñado son extremadamente confiables, fieles y ennoblecidamente buenos; me proveen de una seguridad que ansío y anhelo. Casi llegando, alcanzamos a divisar corriendo el cuerpo macizo de Zacarías; sólo a él le conozco un cuerpo alto y ancho como una pared. Sin embargo, a pesar de su fortaleza, teme a los soldados y su locura, tal como nosotros; y entiendo que nos ha confundido con unos pues se acuclilla en el suelo temiendo que le disparen y sudando. Le pido a Agustín que detenga el camión y prenda las luces; inmediatamente me bajo, me le acerco calmoso y le hablo con gentileza; él me reconoce y veo su semblante despanicarse como un respiro asfixiado. Tan pronto apagan las luces se sube en la caja del camión y empieza a preparar el generador. Es un hombre duro, acostumbrado al trabajo pesadamente arduo que yo desconozco. Los tres en la cabina sabemos que intentó escapar a la frontera pero no diremos nada; el es más hombre que todos nosotros. Aún no hemos acabado de estacionarnos cuando miro a Zacarías saltar con el cable de electricidad, es como si nunca acabara de cansarse; por el retrovisor veo que se desnuda para proteger no concibo qué cosas y empieza a descargar los pocos muebles que vienen en el camión. Justo al final, invariablemente, pone una silla más junto a mí para escucharme mientras informo al mundo; él, de todos los sublevados y los periodistas en el extranjero, es el público que más me importa; es el único que permite sentirme necesario. Da la hora pactada y abro el micrófono, empiezo a leer aquello que interesa en el frente y no las glosas facciosas del noticiario oficial. Zacarías me escucha atento, no ignoro su ingente deseo de ser locutor cuando escuchaba la radio en la Universidad, ni que le admiro.
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Los meses han gastando los bordes de mi identificación: Daniela Pineda. Corresponsal del Nuevo Diario de la Ciudad; en breve empezará a notarse que no está renovada y dependeré únicamente de las transmisiones clandestinas. Hace año y medio que renuncié al periódico debido al encubrimiento noticioso cuando las movilizaciones castrenses. Pude conservar el ID sin embargo me avergüenza mostrarlo; me duele como la primera vez el recuerdo de esa primera plana enumerando los falsos logros del gobernante y su administración, mientras los militares se abrían paso entre selvas, pueblos y ciudades por órdenes incuestionables. Manteniéndome expatriada por mi seguridad, debo padecer una impotencia diaria por no batallar contra el régimen impuesto que tanto desprecio. Hoy, como otras sombras, observo mi tierra natal cerca del desierto, desde un país que no es el mío y del que no puedo regresar a mi patria. Dan las once de la noche y enciendo el sintonizador y la grabadora para preservar el informe noticioso de la radio resistente, encabezada por Alfredo Santillán, miembro de la casta gobernante que reniega sus raíces para respaldarnos, quien divulga al extranjero lo que acontece tras esta barda que me atrapa el corazón tanto como la mirada.
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Buenas noches, soy Alfredo Santillán. Esta es la transmisión insurrecta número catorce de las noticias de nuestro país, atrapado en una guerra intestina de ilegitimidad. A través de las ventajas de esta tecnología y sus señales inaprehensibles, nos comprometemos, tal como al principio, a enterarles de la verdad auténtica: el pasado cuatro de septiembre fueron por fin localizadas las instalaciones mantenidas como cuartel de interrogatorio y tortura por el Gral. Larrea. Dentro, varios de los llamados desaparecidos por el régimen fueron hallados aún con vida; lamentablemente, Domingo Estrada, líder del Movimiento de Emancipación del Sureste, fue asesinado a quemarropa por un guardia para evitar su liberación. En memoria del Dirigente Estrada: “La eminente esencia de la humanidad y de nuestro patriotismo, constituida dentro de los santuarios cuyos valores cimentaron nuestra nación, revelará en todos nosotros la visión de una esperanzada probidad durante ésta época de envilecimiento. Como prójimos, no dejaremos de asombrarnos ante las maravillas erigidas sobre las cenizas derrotadas del yugo de nuestra ensoñación; incluso frente a la intolerancia y la represión habremos de resistir. Combatiremos este manto taciturno que se nos avecina con su insolente amenaza sobre nuestra integridad, en aras de la nobilísima tarea de rendir nuestras mentes y cuerpos al íntimo deseo único de Libertad…”