el pinacate

Qué me cuentas y otros cuentos...

sábado, noviembre 25, 2006

Telefunken

Por Julián Otálora

– Hola. Soy Julia. Mi esposo me dejó… Se llevó a mis hijos.… Me llamó ‘vieja borracha’…
– Gracias por compartir tu problema con nosotros, Julia –interrumpió el locutor de radio–. Agradecemos tu llamada y te escuchamos. Dinos algo, ¿crees que tu forma de beber tuvo algo que ver con que…?
– No tanto… es que… Bueno, un poco. Es sólo que él, él… él se larga a trabajar meses y luego… Los niños ya están más o menos grandes y yo, pues…
Ernesto se incorporó de la silla con gesto de fastidio. “Alcohólica acomplejada. Esposo faltista. Probablemente impotente o excesivamente lúbrico: candil de la calle, oscuridad de… Par de pendejos”, se dijo a sí mismo apurando un trago de Ron del Pirata para enseguida dirigirse con determinación a cambiar la frecuencia de su azul y vieja radio Telefunken, sobre la mesita carcomida por la humedad de aquel cuarto de azotea. Uno entre miles en el DF.
Y lo hubiera hecho. A no ser que la tal Julia no hubiera pronunciado aquella frase que lo paró en seco como un condenado frente al pelotón de fusilamiento: el dedo en la llaga hundido en ese temblor de voz trepidando como bala ardiente en la cabeza de Ernesto; el dedo ungido en la purulencia verdosa de una vieja herida, como un extraño bautismo a medianoche; el chancro profundo que produce tremendo dolor. Enorme y placentero dolor.
– Voy a matarme. Ahora mismo.
“Eso habrá que verlo… oírlo, más bien”, pensó Ernesto, mientras contemplaba perplejo el aparato de radio, esperando oír con curiosidad enferma la carcajada demoníaca del Infierno, el golpe definitivo del mundo, la ira de Dios viajando a cinco mil watts de potencia para estrellarse contra la cabeza de aquella mujer.
– Espera, Julia… Detente –ordenó el locutor–. Mira… A veces parece que la vida no nos trata como quizá…
Ernesto no escuchó casi nada de lo que el locutor de radio dijo después, pero lo presintió. Imposible no adivinar el alud de monsergas sobre las bondades y maravillas de ‘La Vida’, el alubión de frases hechas y lugares comunes conjurando el maleficio del más grande de los sinsentidos, el abismo mayor sobre el que descansan todos los abismos: la existencia.
Ernesto se sintió ofendido. En parte, porque El Cabrón Locutor intentara con medios tan miserables disuadir a La Pobre Julia de lo que fatalmente había anunciado: su propio suicidio ante miles de radioescuchas ansiosos de presenciar, en vivo, el acontecimiento. Y esto era lo que más le irritaba: la posibilidad de ver arruinado por un triste locutor su más hermoso ensueño de amarillista consumado.
Ahora bien, Ernesto sabía perfectamente que la obligación del locutor de radio en tales programas era, precisamente, aconsejar a cuanto atarantado hijodequiensabequé llame pidiendo ayuda para resolver su vida mediocre, aún a costa de avergonzarse a sí mismo para satisfacer el morbo del público. Sin embargo, Ernesto no era en modo alguno lo que la mayor parte de la gente consideraría ‘un tipo normal’. En una ocasión, por ejemplo, mientras esperaba su turno en la cola del cine para ver Halloween V, La Venganza, observó que a pocos metros una pareja más o menos madura discutía. En algún momento, la mujer tuvo la mala ocurrencia de llamar borracho, “frente a todo el mundo”, según sus propias palabras, al presunto marido, ilustrando claramente su enfado por tal comportamiento con un sonoro bofetón sobre la quijada del individuo, quien a todas luces –pensó Ernesto– era un hombre decente y padre cariñoso, con alguna pequeña debilidad por el vino, eso sí. El Cariñoso Padre, sin embargo, no pareció ser lo que se dice Un Cariñoso Marido, pues en el acto estrelló tal puñetazo contra la frente de su agresora, que ésta no tuvo más remedio que caer duramente sobre la acera, despojada de todo conocimiento. Como el sujeto ofendido intentara además arremeter a patadas contra la mujer que lo había calumniado en público, varios tipos que a todas luces no “comprendían” –según Ernesto– la justicia del castigo, intentaron detener al furibundo marido. Así que Ernesto, olvidándose de los dos meses y medio que pasó esperando el estreno de la película, saltó enseguida en defensa del hombre, no para evitar que lo lastimaran, sino para facilitar que éste siguiera corrigiendo “como era debido” a su pérfida mujer. Además de las heridas, Ernesto ganó cárcel, acusado de complicidad en un acto de violencia. La mujer no levantó cargos contra El Cariñoso Padre de sus Hijos, pero, lo mismo, Ernesto tuvo que pasar treinta días encerrado sin derecho a fianza.
Lo peor es que ésa no fue, ni antes ni después, la única ocasión en que Ernesto había sido cómplice de hechos delictivos, pues más de diez veces ya su extraño sentido de la justicia le había jugado malas pasadas. Además, hacía más de quince años que seguía con fervor inusitado el amarillismo nacional: programas de radio y televisión, revistas de sucesos insólitos y semanarios del crimen.
Esta vez, no obstante, era distinto. Ernesto, a pesar de su azarosa vida amarillista y delictiva, no había presenciado nunca de cerca una muerte. Sólo por eso, al escuchar la voz de Julia anunciando su suicidio, entrevió la posibilidad real de ser testigo de lo que llamó ‘el acontecimiento de su vida’.
–… Por eso, ya debías saber que ésa no es la solución a tus problemas –continuaba la voz falsamente preocupada del locutor–. La vida, Julia…
¡La vida, mangos! –pensó Ernesto, furioso–. ¡No hagas caso, Julia! Tienes derecho. No tiene sentido. Nada lo tiene. ¿Quieres matarte? Hazlo. Tus niños estarán bien. Piensa que el hijo de la fregada de tu marido, ¡tu ex-ma-ri-do!, va a sufrir cuando sepa que fue el culpable de derramar el vaso. ¡Tu vaso!, que, que… bueno, pues, que a fin de cuentas, Julita, no estaba tan lleno… tienes que reconocer que más bien te quedaba medio grande… Pero no me hagas caso, Julia. Sólo pégate el tiro, abre la llave de tu estufa calientafrijoles, dinamita el detergente, cuélgate de tu estúpido mecate de tender la ropa, o… o… ¡lo que quieras! Pero hazlo ya. No dejes que ese tarado malparidohijobas…
Pero el ‘tarado’, ese ‘malparidohijobastardodeFreud’ de la radio, parecía ganar terreno sobre el ánimo de Julia, quien comenzaba a dudar de la súbita decisión, destrozando con ello todas las esperanzas de Ernesto.
– No sé… Es que no… no logro… –sollozó la voz de Julia, a punto del llanto, sin poder siquiera terminar la frase.
– Mira, Julia, en Cuenta conmigo, nuestro programa –expuso impertérrito el locutor, repateando sin querer el hígado retorcido de Ernesto–, sabemos que la vida es dura… Y a veces parece que el mundo no es, ¿cómo decirlo?... no es un lecho de rosas. Pero creemos, a-ser-tiva-mente (¡a-cer-tada-men-te, imbécil!, gritó Ernesto con triunfal enojo de sabelotodo frente a su viejo Telefunken, ya sin poder contenerse), creemos que si bien no todo es miel sobre hojuelas –continuó el locutor–, tampoco es necesario, para resolver las cosas, ‘un gesto de brutal enojo triste’, como dijo el poeta. ¿Estamos de acuerdo, Julia? El mundo es cruel, pero la voluntad es fuerte, dijo alguna vez un filósofo de quien no recuerdo el nombre. ¿Entiendes, Julia?
– Claro –aseguró ella, casi sin quererlo–. Entiendo. Pero es que… Tal vez…
– ¡Tal vez, nada, Julia! ¿Entiendes o no? –dijo el locutor, cuidando que su dicción sonara tierna y sensible, pero autoritaria al mismo tiempo.
– Entiendo, por supuesto –se oyó decir Julia, confundida pese a todo.
“¡Dipsómana ingrata, destructora de esperanzas! ¡Y todo por ese infame Locutor de las Tinieblas!”, maldijo Ernesto. Estaba triunfando la ternura contra el extremista, el Frío Locutor contra el Ardiente Radioescucha: la Bestia contra el Hombre.
Entonces, el radioescucha, él, Ernesto, gigante vencido sin remedio por el Locutor Celestísimo del Aire, se oyó decir en voz alta, orate consumado frente al azul aparato del siglo de los radiohertz: “¡Pinche, Julia! ¡En qué quedamos, pues! ¿No que te ibas a matar a-ho-ra-mis-mo?”
La voz de Julia, sin embargo, indiferente a sus reclamos, ardió rápidamente en una pira de frases elaboradas, deshecha contra la hábil indolencia del Locutor, sin la menor intención de disfrazar los tópicos comunes y alquimias verbales de ocasión, para acabar concluyendo con un grito casi patético:
– ¡Necesito amoooor!
La voz de El Locutor irrumpió en los oídos de Ernesto como quien entrega rendida una ciudad:
– ¿Lo ves, Julia? Rehabilítate. Busca a tu marido… Intenta…
Ernesto, enfurecido, desenchufó con precisión asesina el Telefunken azul estrellándolo contra el suelo gris de su pocilga. Había sido derrotado. Afuera, el viento envolvía las pequeñas sombras que muy lentamente comenzaban a poblar la oscuridad del Distrito Federal. Con su más acre gesto de tahúr timado, Ernesto se metió en cama a rumiar su derrota.
Esa noche soñó con un mundo donde su justicia reinara sobre todas las cosas: por encima de Dios y su corte de ángeles buenos con voz de conductor televisivo. Un mundo sin bien ni mal, felizmente amarillo. Un mundo como éste. Pero, sobre todo, un mundo sin falsos suicidas ni locutores de radio amantes de la vida.